Encarnamos reflejos del misterio, imágenes visibles de arcano, briznas o fragmentos -sutiles- de un mensaje cuya grandeza nos excede. Somos el misterio que se ignora, pero que, de algún modo, se presiente. Y la voz interior que lanzamos al abismo, regresa desolada. Ha de existir -decimos- alguna forma de comunicación con el Enigma Creador que nos dá vida. Por deslumbrantes intuiciones o mágicas señales aún no comprendidas. Este joven e inquieto corazón no sabe inquirir. Ignora cómo se plantean correctamente las propuestas. Incurre casi siempre en las mismas faltas; presupone erróneamente el punto de partida, imagina abstracciones, cede ante el ingenio de ciertos artificios. Todo, en fin, a la medida humana.Puede, sin embargo, que no sea capaz de escapar a su lenguaje, a su sombra pequeña y limitada. Tal vez no fue creado para alcanzar de golpe lo que es de otra naturaleza y le está vedado.
Sus meditaciones sólo conducen al cansancio; o alcanzan algunas gracias verbales merecida después de largos años de búsqueda y paciencia.
Somos el misterio que se persigue en el misterio. Una intuición que resplandece en el vacío, el cielo estrellado para el asombro infinito de los ojos complacidos o asustados. Sí, el infinito le pertenece, pero no sabe atraparlo con sus torpes manos. No pasa de ser un ímpetu derrotado en sus intentos, la pirueta agraciada y estéril que al fin, exclama: "iOh, tú, Primera Causa, la menos comprendida!».
No basta responder que lo creado explica, por sí mismo, su sentido. O que la naturaleza muestra, al que sabe contemplar, lo que está oculto. Urge saber cuál sea nuestra esperanza, aquello con que cuenta el hombre para el largo viaje de la muerte. Porque se impone este deseo por conocer si el universo es el centro de algo o un mundo accesorio que recibe de remotos confines la voluntad y el impulso que le mueve.
Ya no nos conforman promesas pasajeras, latitudes celestiales nunca vistas. Sólo buscamos arrancar de la espesas oscuridades algún destello.
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