El Poder hechizó a la Verdad y le obligaba a mantenerse cerca de sus tentáculos. A rastras, reptando, por desagOes subterráneos, la Verdad intentó dar algunos pasos comedidos y lentos. Pero el Poder, que por su misma fuerza había logrado convertirse en un Verdadero-Poder, acechaba con mil ojos cualquier plan que le permitiera escapar a su dominio. Llegó un momento que la Verdad apareció pálida, descolorida, sin altivez ni gracia, con peligro de convertirse en una sanguijuela. Y a fin de hacer imposible esa amenaza estuvo dispuesta a entregar sus mejores tesoros escondidos.
Todo esto lo sabía el Poder, ya que una de sus facultades o atributos es la información, pronunciándose a favor de un acuerdo, esto es, cambiar ese temor cada vez más real por aquellos tesoros que imaginaba valiosos.
Ignoramos por qué el Poder que jugaba en los más variados terrenos con admirable astucia, apoyado siempre por tontos y listos, y contaba además con la amistad de algunos profesores y filósofos, era más diestro que la Verdad , al punto que la había hecho víctima de encantamiento, imponiéndole su mando. De la Verdad no se conocía más que su canto de jilguero grácil y enjaulado.
El Poder, cauto, tenía establecidas sus normas, las razones en que sus súbditos debían creer. Porque es cosa conocida que el Verdadero Poder siempre se adelanta. Sólo algunas personas, a partir de entonces sujetas a vigilancia, se atrevían a dudar de sus palabras. Eran las mismas que esperaban desde hacía tiempo, que un día la Verdad se libertara o la dejaran salir de aquella cárcel.
Pero ese día nunca llegaba. El Poder nada había prometido, y quienes se tenían por partidarios de la Verdad la fueron abandonando. La encontraban tan pobre, tan empequeñecida que no quisieron unir su suerte a la de ella.
Al fin una mañana se vio fuera de la jaula, aunque debilitada y enferma. Y sóla marchó a establecer su casa a una de esas ramas de los árboles en los que siempre había soñado, a la espera de tiempos, siempre en lejanía.
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