Se habla a menudo de los dolores de la existencia, pero no bastante de este consuelo que es la contemplación hermosa del ser humano. Aquí, sobre las arenas de la playa, al borde mismo de la orilla, los cuerpos, prácticamente desnudos, me conturban, agotan mi emoción, me crean pesadumbre y alegría al mismo tiempo. Ya no sé cómo mirar, qué me queda todavía por descubrir en ellos, cómo disimular cada nuevo movimiento de sorpresa.
Sensible, mortal y peligrosamente sensible a la belleza, debo emprender la retirada en el mejor momento de la fiesta, proteger al corazón de tanto encanto. Es difícil, sin embargo, escapar a este juego mágico de la carne que embelesa. Me quedo atónito, sin reacción ni respuesta frente a esos ojos que, aún sin pretenderlo, algo me hablan, esos senos erguidos, los muslos torneados, aquella abundancia que no pierde estilo, la imagen de inocencia que nunca sabré si es buscada o cierta.
¡Qué descaro cuando miro! ¡Qué penoso dejar pasar la gra~ cia! Porque si la espeCie humana dispone de algún don que pueda oponer a tanta desilusión, a todo ese vacío y precipicio, es la belleza que provoca la sensación y nos exalta. La expresión -de todas las imágenes del mundo- a través de la carne. El fulgor que trae el ansia y los latidos.
Algo posee, pues, el hombre digno de orgullo y envanecimiento, sin posible error: la belleza en plenitud del cuerpo adolescente.
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