Por lo común, el sentimiento debe su origen a la inteligencia, el raciocionio aspira a erigirse en fundamento de nuestra conducta. Ira y amor son ejes de la actividad del espíritu. La intensidad con que se experimentan indican la índole de nuestra personalidad íntima. La ira -ilustrada, consciente- obliga al deber y al sacrificio. A veces resulta más fácil el amor por las ideas y las cosas que por la humanidad y las personas concretas. No se odia al rico ni se ama al pobre; se odia el despilfarro que puede generar las riquezas, y a la pobreza, como origen de la incultura y la miseria. Podemos amar al pobre y odiar al rico, amar al rico y odiar al pobre, pero nunca los efectos negativos de ambas situaciones.
Hablo de la ira consciente, armada de razón. Sin ira, esto es, sin amor, ¿cómo arriesgar la vida, la fortuna o el bienestar? Recordemos a cuantos se entregaron al bien de la humanidad. Se lanzaron a los caminos, fusil en ristre, en medio del calor agobiante de la tarde, del peligro y el frío de la noche, lejos de la muralla que nos resguarda al abrigo de las ideas generales. Iban provistos de la fuerza y la alegría del amor y de las visiones tétricas y espeluznantes de la ira. Y no había frío, y no había vacilación o temblor.
Porque no se trata del pecado, sino de la causa del pecado.
No nos lanzamos contra el ser prostituído; había que indagar en los poderes que mueven la tentación del pecado y lo hacen necesario. En una sociedad pervertida por la miseria y por la riqueza el pecado es sólo una consecuencia. Y los culpables nunca son aquellos qué aparecen.
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