El hombre no escapa a su sombra, a su temperamento. Recrea siempre el mismo mensaje, escribe un sólo libro en pocos o numerosos volúmenes. Pinta el mismo lienzo, de maneras diversas, el único lienzo que le hace artista.
Porque se vive una sóla vez, con esta personalidad, en determinado tiempo. Nuestra existencia, aventurera o cansina, constituye la travesía única y una. El tiempo, es el tiempo histórico, el tiempo vital y el tiempo de búsqueda y madurez.
Nos revelamos, de algún modo, a nosotros mismos, en el tiempo. A trávés de él, la oscuridad se convierte en visión. Aquellos atisbos, destellos o inspiraciones que inquietaban nuestro espíritu han pasado a convertirse en serenas convicciones. Al fin estas expresiones son reflejo de nuestro propio pensamiento, y no indecisas palabras balbuceantes y tímidas.
Con el paso de los años la carne envejece, pero se ilumina el espíritu. Ya podemos emprender la realización de la obra, lo que siempre estuvo contenido, oculto, adivinado e inconcreto empieza a adquirir formas. En nosotros las nuevas posibilidades, la nueva versión de ser que hay en cada uno. La lucha larga, fatigosa, incierta, llega a su término; la fecundidad es la perspectiva con que encaramos esta nueva época de la existencia. Ahora el aprendizaje nos sitúa ventajosamente en la persecución de estos latidos que deben ser símbolos, estas vehemencias que son mensajes, estas intenciones que habríamos de reconocer y profundizar.
Apresados por el tiempo y libres por el tiempo. Forjados con experiencias singulares, nos lanzamos a esculpir nuestra palabra. Un mensaje para la humanidad -escrito en la ti e rra-, realizado en la estrechez e inmensidad de las horas.
Es el amor madurez del corazón; es la creación, madurez del arte y el pensamiento, el cauce de nuestro propio volcán; lo infinito creado en el tiempo, en busca de la eternidad del tiempo.
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