En la vida social, donde la pauta dominante es el poder y la inteligencia, adquieren especial relieve las distinciones. Alcanzar el éxito, triunfar, es, entre otros aspectos, superar al prójimo que en una ocasión nos dirigió su desdén o desconfió de nuestras aptitudes. Es el sabor morboso de la victoria que se de· sea suficientemente lúcida para humillar al que, en otro tiempo, pretendió, a su vez, humillamos. Algo así, como un arma arrojadiza que se lanza sobre la cara de nuestro rival.
En este mundo, donde todo se halla convertido en competencia, menos la muerte, la vanidad propia lucha no contra la virtud, sino contra el orgullo ajeno. Quien obtiene antes sus objetivos dirige a su prójimo la sonrisa irónica de la soberbia satisfecha.
En ese sentido conviene que no desaparezcan nuestros adversarios, limitada sería una victoria que se ignore. Así somos de pequeños, y así de pequeñas son, por tanto nuestras satisfacciones. Es la batalla por la supervivencia del cuerpo y de la vanidad colmada.
Hay quien descubre en la venganza un placer de dioses que exige como paso previo la humillación. En el desprecio sufrido y el deseo de compensación se encuentra parte de los resortes de nuestra conducta, el origen de múltiples impulsos. Ser humillado es cosa bien común; ser herido, escarnecido, vilipendiado, es algo que sucede con harta frecuencia y que ya no extraña.
Como antídoto de estas miserias, disponemos de la fortaleza del alma. Elevar nuestros pensamientos a las razones trascendentes, alejamos de las miserables condiciones de la existencia. Construir nuestra independencia con los materiales de la austeridad es tanto como protegemos contra las agresiones. Con nuestro propio esfuerzo nos liberamos del juego inútil del mando y la obediencia, y abrimos las puertas de una vida humanizada.
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