Acabada la batalla se recogen los cadáveres. El fragor de las armas da paso entonces al llanto, y los lamentos. Y son nuestros los muertos y todos los herido. Porque nos duelen las vidas que cayeron. No importan los pasados odios, tampoco las ofensas, contemplamos la carne destrozada en aquellos parajes desolados, a la espera, en medio del silencio, de unas manos que caven sepulturas. Lejos los padres, lejana la mujer; cada muerte implora su poeta y el recuerdo que sobrepase el tiempo.
Hay, ciertamente, un momento para la emoción y sentimiento humano, por encima de cualquier ventaja o cálculo. Y esta escena de los moribundos que se arrastran, sus ruegos y sollozos, el profundo desamparo, el asco y cansancio del que pudo salir vivo, es algo que lastima el alma.
Qué importa, cuando en la muerte se medita, la verdad o la razón de cada uno. Nos desgarran sólo esos momentos últimos, convulsos, del soldado que sucumbe," la sangre que, lentamente, brota de todas sus heridas y se mezcla con la tierra.
Es posible que nuestro espíritu esté inclinado a la comprensión del dolor ajeno y repudie a quienes administran el silencio en torno a los cadáveres, pues también es humana la caída y la derrota, el absurdo y el miedo. Reducido el saber, difícil la adaptación a los nuevos tiempos. No nos extrañe la oposición a los cambios que trae cada época; se nace en un hogar, asistimos a una escuela y la existencia transcurre en torno a un trabajo ya unos intereses. Y si bien la historia progresa inexorable, dejando atrás los que no marchan a su paso, todo aquello que sucumbe es parte de nosotros y nos agobia el trágico infortunio de quien se muestra cerril, insolidario e injusto, aunque de su mal busquemos protegemos.
Y es que un hombre es más que sus errores y desaciertos, bastante más de lo que puede caber en un discurso o contener un verso. Sólo él mismo conoce las cir'.:unstancias de su vida. Unicamente él llegará a saber las condiciones de su muerte.
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