Se desconoce el porvenir de aquello que se ama; oscuro es todo destino, pero no el sentimiento ardiente, la intuición, el deseo cargado de asombro que nos impulsa más allá de los razonamientos geométricos y fríos.
En esta noche, aquí, sobre la cama, sobrellevando mi dolor, y el paso demasiado lento del tiempo, no puedo vencer la tentación de meditar sobre el contraste hiriente entre las ideas eternas que agitan nuestro interior y la fugacidad de los latidos, las intenciones y los anhelos.
Es hermosa, a pesar de todo, esta tristeza; complace cierta amarga consciencia. Sensibles, como las hojas que nacen en las nuevas ramas, temblamos ante los huracanados vientos que nos rompen. No podemos escapar de los mensajes comprendidos, a las sombrías voces desveladas. Nos hundirán, sí, en los hondos repliegues de la tierra, pero no podrán arrancamos el palpitante sentir, por un momento fulgurante victoria de la vida, y el olvido ajeno que es cada muerte.
Algo es, en fin, para quien tan humilde origen tuvo. No hay otras opciones, no se conocen caminos singulares, puertas mágicas que se abren a inusitados requerimientos por ensalmo; no existe más que el desconcierto universal de todo lo que vive. Preguntamos, no obstante, sin exigir respuesta: tEstas ideas eternas que laten en nosotros, que han sobrevivido por caminos
sangrantes a través de millares de siglos (apaleadas por la soberbia, enmudecidas por la superstición, víctimas de todos los abusos), y que acariciamos en la soledad, no pueden, a su vez, eternizar a los que le dieron calor y abrigo, a cuantos las intuyeron en medio de la fatal incomprensión de su destino?
Morir, en el amor por las cosas que son y están destinadas a ser infinitas, he aquí la estremecida inquietud en que se debate el corazón, la verdadera muerte
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