Requerimos la voz del amor, la caricia y la palabra. La vida es también un corazón que late a nuestro lado. La mujer esforzada, endurecida y tierna, la queremos próxima. Son demasiados los escollos, infinitamente largas las horas desveladas del enfermo, cargada de peligros la noche, y urge entregar nuestra mano a otra mano.
La mujer nos siguió por aquellos caminos pedregosos, en el ascenso a la colina, cuando decidimos vivir en la montaña. Y cada mañana regresaba con la cesta cargada y su buena sonrisa. Era distinta su manera de entender la vida, otro origen; otro pasado. Diariamente me entregaba sus sugerencias; parecía vivir para ser protagonista de algo, cultivar el mayor tiempo posible los recuerdos de su corazón, las cartas y retratos de su vieja alacena. Amaba aquel lugar y deseaba formar parte de él, al fin de su existencia, cerca de la yedra y los rosales de sus jardines. Aunque entrada en años, conse'rvaba restos de pasados vigores, producto de una incansable vida de trabajo; surgida de las entrañas del pueblo, carecía de doblez y mentira.
Escribo ésto porque un día tendremos que dejar los lugares queridos, y alguien debe conservar ciertas impresiones, salvarIas del incendio inmenso del olvido.
Fue una época. El silencio, sí, es oportuno en las horas de meditación o reposo, pero una casa sin el juego de los niños, sin la lealtad y el amor de la compañera, sólo puede entenderse a través del hondo milagro de un destino impuesto que, por obra del arte, parece elegido.
Cuando ella llegó -desde su desorientación- era la hora precisa de mi necesidad, los momentos en que el corazón se sentía perdido por el oscuro dédalo de las pequeñas traiciones, de los confusos sentimientos, de las secretas soledades inesquivables. Y ocupó todo el terreno abandonado, vacío, a pesar de la búsqueda apasionada e ingenua en todas las direcciones.
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