Al fin, por concesión paterna, ocupaba la habitación cercana al patinillo que hasta entonces había servido de carbonera. Eran aproximadamente cuatro metros cuadrados, pero representaban a mis ojos un pequeño reino. Allí, en vecindad con las ratas que entraban y salían por las cañerías y el fuerte olor a pintura que llegaba del frontero comercio de balanzas, debía empezar la prolongada tarea de edificar un nuevo modo de pensar, producto concertado de la reflexión y el temperamento.
Asimilé con pasión aquel refugio tan en contraste con los dormitorios compartidos y las múltiples mudanzas de una familia numerosa; me sentía instalado y libre.
Ya estoy aquí. Los libros se amontonan, las hora pasan.
Aún no conozco a Gide, tampoco a Henri MilIer o el Papini joven, sin embargo me siento soberano de mi tiempo, de mis ideas, y puedo perderme por el mundo arriscado y fértil de las divagaciones más arbitrarias. No fue fácil adecentar este humilde cubil, el baratillero ha ofrecido poco por el baño viejo del que mi padre nunca quiso desprenderse, pero se han conseguido algunos progresos. No debemos olvidar que soy un espíritu díscolo, rebelde y excitable, propenso a la duda y la negación, que a duras penas convive con cuanto le rodea y acosa con peticiones de fe y sometimiento. He decidido apostar por mis propios criterios, ser el tonto o el listo de mí mismo. Debo, pues, iniciar una labor de derribo y replanteamiento, y espor eso que estoy en este cuchitril.
Será una lucha cruel contra esta maraña hiriente que durante demasiados años me ha tenido apresado. No más Padre Nicanor, nunca más marianistas de la Porvera jerezana o las Puertas de Tierra de Cádiz. Pensamiento libre, oleadas de sentimiento y vitalidad, encuentros inesperados con gentes de todas las religiones, lenguas, clases y orígenes geográficos. Aire. Ahora dispongo de este rincón, de una cafetera y algunos refrescos; la entrada a mis dominios es distinta a la de la casa de mis padres. Me siento libre, rescatado de los ventanucos con barrotes, las misas soñolientas, las lecciones de catecismo impartidas a palmetazos por un fraile de alpargatas negras y barba entre roja y cana.
He huído de una época tenebrosa y me alzo -superviviente- en busca de los confines presentidos en infinitas horas de pesadez y cansancio. Sobre las paredes, centenares de libros, y en alma un ansia expansiva de verdad y conocimiento.
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