Negada la codicia de la dicha y el sudor ajeno, lejos de la tentación de la cesta colmada de frutos que arrancaron otras manos, abrimos un camino y lo recorremos, buscando el milagro merecido. Que no somos muchachos que con brillantes espejismos se confundan. La casa, la familia y también el alma, requieren su sustento y el tiempo amplio o justo, que no vuelve.
Si éste es el camino, por él firmes avanzamos, al encuentro del destino, y no otras aventuras gratas. Por él, la vida, el deseo y el goce esperamos; en él la muerte, las penas y el dolor, tememos. Se sabe que el mundo tiene sus placeres y que el alma apetece los goces sin quebranto. Mas hace tiempo que el combate puso fuera de juego a la quimera y nos vimos libres de los deseos lejanos. Cavar, ahondar, hacer profundo el rincón que nuestro corazón por fin ha elegido. No importa que la azada las manos hiera en sus esfuezos. Aquí la planta, la mujer compañera, los hijos para el dolor y el goce. Aquí los libros, la conversación del buen amigo y los fecundos comentarios del hombre que consagró al estudio la existencia.
No nos importa a dónde lleven otras rutas, el secreto que impulsa a los demás en sus pasos. Y la elegimos, ya nos conformamos y está fuera de lugar cualquier lamento.
Que la tierra reciba la frescura del rocío mañanero, los árboles su poda en el tiempo cierto, sin que falte el calor del corazón, vehemente aún en el cansancio. Y la muerte llegue cuando quiera.
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