miércoles, 26 de octubre de 2011

COLUMNA DE HUMO: DIARIO ABIERTO DEL ESCRITOR JOSE MANUEL BENITEZ ARIZA

José Manuel Benitez Ariza

FANTASMAS

miércoles, septiembre 28, 2011


Me dice M.A. que los japoneses creen que la primera luna de otoño, la que trae la lluvia, propicia también las apariciones de fantasmas. Quizá eso explique cosas como la que sigue.
 
Hablaba el otro día de la presencia un tanto fantasmal de Cernuda en aquel patio jerezano en el que presentamos su biografía. Y vengo hoy a este cuaderno con otra historia de presencias fantasmales, también al hilo de la presentación de un libro. La ritualidad literaria se parece mucho al espiritismo, me temo. Y es incluso más efectiva, creo, porque no hay estado de sugestión individual o colectiva que supere al que causan unas pocas palabras justas leídas o pronunciadas en el momento adecuado.


Sucedió el martes. Nos habíamos reunido en la trastienda de una céntrica librería gaditana para asistir a la presentación de un libro colectivo dedicado a la memoria del anarquista y paisano nuestro Fermín Salvochea. Pero el fantasma que hizo sentir su presencia en el acto no fue el del venerable revolucionario, sino, de refilón y como si se hubiese colado en una fiesta en la que no se le asignaba de antemano tanto protagonismo, el del erudito y maître à penser gaditano Fernando de Puelles, muerto en 1991, a los cincuenta y un años de edad, en un accidente de tráfico, y autor de una cumplida e inaugural biografía de Salvochea. Era lógico, después de todo, que el espíritu de éste no se manifestara en el acto: el viejo anarquista goza ya, por lo que se ve, de los privilegios de la canonización civil; y ya se sabe que quien disfruta de la condición beatífica no regresa a estos mundos a rondar las tristes acciones de los mortales.

Pero hablábamos de Puelles. El primer participante que evocó su presencia fue Jesús Fernández Palacios, que leyó un poema que un coetáneo de Salvochea escribió a la muerte de éste en 1907, y contó que lo había encontrado en un papel doblado que el propio Fernando de Puelles había dejado en el ejemplar de la biografía de Salvochea que el autor regaló en su día al ponente. Al preguntarle yo al respecto, Fernández Palacios me enseñó un sobre con otras reliquias del aludido: entre ellas, la esquela que el Diario publicó días después de la muerte de Puelles, y el emocionado poema que, en metro, ortografía y letra balbucientes, dedicó a éste el ama que lo cuidaba en el Cristo de la Sangre, el caserón de Medina Sidonia donde vivía... No pude por menos que acordarme de la visita que un grupo de amigos hicimos a esa casa en septiembre de 1987 por iniciativa de José Antonio Bablé, que por entonces andaba haciendo para el Diario una serie de entrevistas a escritores gaditanos: no recuerdo ahora si el propósito de nuestra visita era romper el hielo antes de concertar la futura entrevista o, por el contrario, llevarle al autor la entrevista ya publicada. Fuimos recibidos por el ama y agasajados con una historiada jarra de agua fresca en la que flotaban no sé qué impalpables telarañas, mientras asistíamos, entre fascinados y algo cohibidos, a la inagotable facundia de nuestro anfitrión, que nos habló de sus proyectos -entre ellos, una inminente boda para la que ni siquiera tenía novia todavía- y nos mostró su biblioteca, situada en una impresionante sala abovedada, en cuyo centro había una enorme mesa en la que se alineaban, entre colecciones de libros y revistas, las carpetas que contenían el exacto número de folios en blanco que iba a emplear en cada una de sus proyectadas obras por escribir, entre ellas algunas cuya inminente publicación se anunciaba en la solapa de sus libros ya publicados: la mencionada biografía de Salvochea y el hermoso dietario poético-filosófico titulado Oscura voluntad.

La edición de estos libros, digna pero menesterosa, había sido sufragada por el propio autor, en una época en la que bastaba dar un zapatazo en el suelo para que apareciera una docena de instituciones deseosas de emplear el dinero público en publicar libros de la manera más ostentosa posible... Lo que da a entender, creo, la situación de absoluta marginación en la que entonces se encontraba quien había sido mentor y maestro de buena parte de lo que se hubiera podido llamar, entonces, el sector más avanzado de la clase intelectual y política gaditana. Pero parecía como si los integrantes de ésta, apenas alcanzado el poder o sus aledaños, hubieran querido dar la espalda a quien les había abierto horizontes y perspectivas. La propia aparición de la biografía que Puelles hizo de Salvochea provocó, al parecer, no pocos recelos en el mundillo académico local, que de alguna manera sentía que le habían arrebatado una de sus presas más apetecibles.

Pero nada de eso parecía desalentar a Fernando de Puelles. Bajo la cúpula de la biblioteca del Cristo de la Sangre, entre aquellos libros -colecciones completas de "novela proletaria" y otros documentos referentes a la historia del movimiento obrero- que, según él, habían atraído la curiosidad mundial y habían sido objeto incluso de un documental de la televisión alemana, estaban sus libros por escribir, en blanco, metidos en carpetas con los folios contados: su proyectada biografía de Largo Caballero, temerariamente infratitulada: La Burocracia stalinista y la Contrarrevolución en España; o su biografía de Jesús, el Galileo... De todos esos títulos anunciados, el único que llegó a completar fue el que se llamó -así, con mayúsculas enfáticas- Los Libros en la Aventura del Espíritu, tercera y última obra de quien planeaba escribir muchas que, finalmente, no pasaron de ser una resma de folios en blanco.

Todo esto pensé mientras transcurría el acto de homenaje a Fermín Salvochea. A Puelles lo citó otro ponente, que le dedicó un poema; y, como un texto suyo figuraba en el libro, el moderador tuvo la humorada de, cuando llegó el momento de leerlo, llamar a... Fernando de Puelles. Que, evidentemente, no estaba presente, aunque quienes no lo conocieron personalmente pudieron preguntarse si el interpelado sería el robusto muchacho que se acercó al atril; y que, nada más llegar, disipó el posible malentendido y aclaró que él estaba allí porque los organizadores lo habían puesto en el compromiso de leer el texto del difunto

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