Cuando llega la noche, la oscuridad tiñe con su negrura nuestro corazón. Se inicia, entonces, el cruel acoso de las intuiciones fatales y temidas.
Nos sentimos envueltos en estos lienzos blancos, en estas sábanas, anticipación de la envoltura futura de la muerte; frágil ser hacia la nada, torpe balbuceo a la búsqueda de imposibles esperanzas. La noche nos deja desarmado de toda fantasía. El colorido del día, la sombra y el sol del jardín, el murmullo dulce del río, se han convertido en pálido crespón que anuncia al hombre su derrota.
Ninguna voz más profunda que aquella que nos deja sentir la medianoche. Ningún mensaje más cierto y asfixiante. Irreales, enmedio de ilusiones, infantiles en el deseo de consuelos, atrapados por la tierra, pasan, corren, vuelan nuestros cortos días. El pobre hombre, confía en el posible divertimiento que aún le puede ofrecer cualquier bello espectáculo presto a escapar de su irrisorio destino de conejo volador.
No le es posible ocultar su bajo origen bajo la tapadera colorada del retrete, y se ve empujado a marchar, por encima de los juegos quiméricos, a su soledad interior, con la carga de amargas evidencias.
Si algo mortifica es esa ilusión boba, la elevada transcendencia que el ser humano quiere poner sobre el tapete; silogismos didácticos para libros de texto.
Pero la noche es el fin natural de la esperanza de cada día, y el insomnio, la revelación, a poco que hagamos un recorrido por los estrechos vericuetos del espíritu.
Abrirse paso a través de los pesados bosques de la erudición, con ánimo jovial, mas sin sorpresa; buscar, orientados por las sugerencias que flotan en el ambiente, en el lejano horizonte. Escorpión o sanguijuela, alga o fino león, no importa, suya es la quimera, suya la quiebra, suyo, el fatal destino, suya la letrina que construyó con las propias manos; suyo, en fin, este insomnio profético que le deja sin fantasía, pero le acerca a la realidad, inexorable y muda.
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