domingo, 23 de octubre de 2011

POEMA XXXIV: "EL DÍA DE LA MUERTE"

El día de la muerte -ya lo saben- no quiero flores ni can­tos lastimeros.
Solamente un ataúd sencillo y el nicho con mi nombre. Que las campanas se mantengan mudas, sin ocasión para arre­batos, y las lágrimas no asomen en rostro alguno. Porque se re­husa aumentar el ya amplio poder de la tristeza. Una serenidad digna y las frases breves, consabidas: Lejos de mí muerte esos distintivos negros, esas palabras consternadas, cualquier tipo de suspiro y pena.

       Sobre el mármol, el texto que os dije: «Buscó, incesante, el sentido de la vida», y en vosotros algún recuerdo de los momen­tos duros y gloriosos que todos en esta existencia hemos vivido. Buscó, sí, luchó, vivió sin sosiego, esforzado en descubrir el hilo oculto en la confusa madeja de las razones y pretextos. ¿Qué pretendió ser? ¿A qué fin dirigió sus pasos?, ¿Qué dejó? Intenté hacer infinito mi latido, en tarea tantas veces deslucida por la torpeza propia y la incomprensión ajena. Tuve todos los sollo­zos interiores que puede sufrir un hombre, un alma. Todos los miedos, todas las angustias, todos los terrores.  ¡Cuántas veces avancé con euforia y retrocedí despavorido! En ocasiones me sentí aún peor que nada. Y así como tantos otros, hube de enga­ñarme para proseguir el rumbo que el destino señalaba. Mante­ner bien asido, en las dos manos, el timón, no dejar de sembrar los surcos preparados, no lamentarse por el frío, pasar callado las tormentas. Mudo en el desánimo; apretar de dientes, en el desprecio. Olvidar en qué parte del cuerpo quedaron las heri­das, volviendo siempre a crear y vivir la emoción; merecer, feliz­mente, cada hallazgo.

       Ah, no, ni flores ni plegarias. Prefiero huir de una muerte triste; deseo algo que parezca natural, a ser posible. Que nin­gún color, a poco que se piense es más que otro, y los gestos no pueden suplir lo que está o no en el alma.

    Una muerte suave, el entierro ligero, esa lápida sencilla.
    Sin lutos o lamentos.

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