lunes, 24 de octubre de 2011

POEMA IV: "ES LA SENSIBILIDAD"

Es la sensibilidad quien confiere al artista -o escritor- el don creador. Ella convierte las vivencias en experiencias ínti­mas, carne y sangre del espíritu, y éste, el que elige su camino.

El saber -la variedad de los conocimientos- sí, para la in­quietud, no como rivalidad o recompensa, más bien como sig­nos e instrumentos de la aventura.

El estudio exigía lugares recogidos, favorables. En las azo­teas o los alejados descampados, también en la destartalada al­coba de nuestra vieja cocinera, la atención hallaba un raro gus­to. Para una persona sola eran, ciertamente, los mejores; nadie sabía donte te encontrabas y no solían buscarte. Con el cuerpo recostado sobre el tejado repetías las ideas y conceptos hondos, iluminados, en tanto la mirada se perdía en los espacios azules. Debajo de los árboles o en la cama, con la colcha sólo por enci­ma, pasaba tantas tardes ...

Para qué escribir cuando no se sabe, el alma innecesaria­mente cae en desaliento; a los mismos descampados llegaría un día a los que ya no podrías volver, tampoco aquel desvencijado autobús, o las mesas de los cafés, irónicos testigos de ingenuas y mal calculadas ilusiones.

Se recuerdan los paseos por la playa en los días grises del invierno, las alborotadas subastas de pescado y la antigua lonja donde se vendía la frut~. Cuando hacía el fin de la tarde llegaba a casa -a veces, después de las pretendidas diabólicas aventu­ras-, el fuego de la estufa estaba ya encendido. Mi padre me ha­cía descender de las elevadas abstracciones a ese mundo suyo de la última película, las noticias de familia, el nuevo reparto y acomodo de las vacas tras la lluvia. Por aquel tiempo yo compraba libros, y él acostumbraba a alquilarlos, por días. También solía hacer la distribución de los periódicos y se quedaba con varios por si la noche se presentaba de poco sueño o era necesa­rio distraer alguna pesadilla.

Aquel presente tenía mucho del porvenir, que, irremedia­blemente, se retardaba, espantando con amagos su nunca pun­tual comparecencia. A quién se le puede ocurrir separar el aho­ra y el mañana; siempre estuvieron, eso sí, la necesidad y el de­seo, luchando. Y no se descubría una respuesta clara. El deseo lograba ganar, entre lamentos. Pero la necesidad volvía cada día, arañando la insegura victoria.

Se encontraban, además, bastante cerca, algunas palabras que nunca se pronunciaron.

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