La esperanza era la única fidelidad que quedó en medio de aquella desbandada incalculable. De golpe, se encontraba con que las condiciones favorables en que había vivido dejaban de protegerle y hacía su entrada -con paso equivocado- en aquel escenario inaudito.
Se percató de la insolidaridad absolutamente sobrecogedora que allí regía, la insolidaridad como principio de eliminación y supervivencia. También el poderío del absurdo, sus variadas formas de dominación y esplendor. Acaso la fórmula cierta -se preguntaba, en busca de un modo de amparo- sea procurar dormir, no intentar provocarle (en aquel momento más que nunca aupado sobre él) con sus incómodas inquietudes. Dormir es mejor. Dormir mucho. Vivir adormecido, distraído "a la pasión y celo del absurdo». No resultaba fácil cuando toda su persona se había ido convirtiendo en una alerta fecundo y doloroso.
Durante las tardes vacías y tristes del domingo, en el patio de recreo, bajo la mirada cansada del vigilante y los inútiles goles del Barcelona, el frío incitaba a encontrar escondites en los rincones. Ningún bocado estimulante, ningún sentimiento particular tenían anunciada su visita, sólo aquellos extraños emparedados de tomate y pepino de las familias modestas catalanas le traían lejanos recuerdos de gratas adolescencias en el campo.
Ni siquiera, tú, eras imaginada en las noches humilladas por el silencio, agotadas de precariedad. No, no había sueños mágicos en aquellos dormitorios de la calle Vilana, n.O 10, donde el miedo tomaba impulsos de extraño magnetismo y el arrebujo en las mantas sustituto gesto del calor ausente.
Amaré, pues, al eucaliptus, los juegos en sombra de los árboles frutales y las huertas de secreto acceso, porque fueron aliados naturales en la batalla, cuando la carne es herida; y rechazo que las personas sean convertidas en categorías, tipos, analogías o metáforas encadenadas. Porque el hombre escapa a estos conceptos abstractos, sólo útiles para las herramientas, semillas y tornillos. Pocas veces las verdades de los demás se corresponden con las mías. No se barajan los mismos valores, no entendemos las mismas expresiones. Ni me tocan sus clasificaciones, ni soy definido en sus palabras. Solo yo me he extraviado por mí mismo, conozco los contornos ridículos de un alma grande y los signos engrandecedores de un alma excesivamente pequeña.
Quien confunda estos comentarios con un lamento se equivoca, pues ignora que, a la postre, casi todo se parece, de un modo u otro, y nunca -por lo que parece- son ciertos los culpables. Se trata de evocar algunos instantes tan lejanos.
Así caminaba por la senda que va de lo perecedero a lo infinito, y ya cerca del lento riachuelo, llenaba los bolsillos de manzanas, como en aquellos días desconcertantes.
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