En la juventud, durante el verano, solía frecuentar el pequeño cementerio del pueblo. Me parecía evidente que la muerte era la verdad de esta vida. La única certidumbre poderosa capaz de elevamos por encima del oleaje de apreciaciones falsas, divagaciones y superstición que nos abrumaba. Mi presencia en aquel recinto tenía un carácter de profundidad y magia.
Si la muerte -decía- es el fin de la existencia y puesto que ilusiones y esperanzas no son más que fantasmas, orientemos toda nuestra atención hacia ella. Frecuentemos su silencio, su recogida modestia, convirtamos en algo próximo su misterio. Así fue como, lentamente, me incorporé al mundo de los muertos, y llegué a descifrar el lenguaje del viento sobre las tapias y el ciprés; los cuentos y consejas del sepulturero, las ceremonias de los enterramientos acompañadas de escenas de dolor y lágrimas.
El cementerio ejercía en mí una atracción particular, no porque obnubilara con su mística la voluntad, sino en razón a la verdad que revelaba; anticiparme a comprenderIa, meditar su mensaje, contemplar, una y otra vez, cómo venían a parar allí cuanto eran vanidades y pompas mundanas, pasó a convertirse en una tarea cautivadora. Ignoro en que momento empecé a suponer que estrechar su amistad podría, por otro lado, reportar un trato de favor.
Acaso la verdadera razón que me acercaba a la muerte fuera el sentido nuevo que permitía descubrir; la necesidad de ajustar a ella nuestros sentimientos y creencias. En fin, someter la vida a los justos límites que marcaba.
Al atardecer, concluida la siesta, ascendía a la colina; sentía preferencia por las horas posteriores al último entierro, y en soledad contemplaba las coronas de rosas aún frescas, losnuevos ataúdes y los lazos en negro y oro. Todo esto era consustancial con el cerrojo herrumbroso, el vaso de aguardiente en la taberna en compañía de los albañiles que tapiaban los nichos y las inscripciones entre tierras tiernas y desesperadas.
Conocía los secretos de aquel lugar, sus horarios, faenas proyectadas, la calidad de sus mármoles y lápidas, algo de la vida de cada uno de sus moradores. Algunas tardes me acercaba a la enorme fosa, también llamada huesera, y un tremendo desprecio por mí mismo y por todo me invadía.
Ese humillado paraje era nuestra verdad, la herida sangrante. Se imponía ir perteneciendo, poco a poco, a la tranquilidad de la nada.
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