lunes, 24 de octubre de 2011

POEMA XXVIII: "SE VIVE BAJO EL PESO DEL AMOR Y LA IRA"

Se vive bajo el peso del amor y la ira, de uno a otro senti­miento. Más que impulsos diversos o contrapuestos son, si se quiere, aspectos del ser mismo. Pero tanto por la ira como por el amor el ser humano vive y cumple su tarea. Su vida está ínti­mamente unida a lo que juzga malo o bueno. Sus inclinaciones arrebatadas o reflexivas, se dirigen a la consecución de aquello que ama, o lo que resulta igual, a impedir aquello que odia.
Por lo común, el sentimiento debe su origen a la inteligen­cia, el raciocionio aspira a erigirse en fundamento de nuestra conducta. Ira y amor son ejes de la actividad del espíritu. La in­tensidad con que se experimentan indican la índole de nuestra personalidad íntima. La ira -ilustrada, consciente- obliga al de­ber y al sacrificio. A veces resulta más fácil el amor por las ideas y las cosas que por la humanidad y las personas concretas. No se odia al rico ni se ama al pobre; se odia el despilfarro que pue­de generar las riquezas, y a la pobreza, como origen de la incul­tura y la miseria. Podemos amar al pobre y odiar al rico, amar al rico y odiar al pobre, pero nunca los efectos negativos de ambas situaciones.

Hablo de la ira consciente, armada de razón. Sin ira, esto es, sin amor, ¿cómo arriesgar la vida, la fortuna o el bienestar? Recordemos a cuantos se entregaron al bien de la humanidad. Se lanzaron a los caminos, fusil en ristre, en medio del calor agobiante de la tarde, del peligro y el frío de la noche, lejos de la muralla que nos resguarda al abrigo de las ideas generales. Iban provistos de la fuerza y la alegría del amor y de las visiones tétri­cas y espeluznantes de la ira. Y no había frío, y no había vacila­ción o temblor.

Porque no se trata del pecado, sino de la causa del pecado.

No nos lanzamos contra el ser prostituído; había que indagar en los poderes que mueven la tentación del pecado y lo hacen  ne­cesario. En una sociedad pervertida por la miseria y por la ri­queza el pecado es sólo una consecuencia. Y los culpables nun­ca son aquellos qué aparecen.

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