domingo, 23 de octubre de 2011

POEMA XXXVI: "ESTOS TEMBLORES POR CUANTO ES HETERODOXO"

Estos temblores por cuanto es heterodoxo están conmigo desde remotos tiempos. Con poca edad aún, el rebelde, la voz independiente, el hombre que buscaba, la lucha o la protesta frente a las viejas tradiciones poderosas, encontraron en mí su eco cálido. Y siento -con vehemencia- que, cuando Sócrates, bajo la opresión de la ley, decidió morir, estaba allí, a su lado. Me encontré, más tarde, luchando junto a cátaros y albigenses -aquel pueblo de vida recogida que en el Evangelio de Juan ha­lló su inspiración contra los ejércitos compactos de la monar­quía y el papado ¿Después? En las ocultas fraguas donde se ex­perimentaba con metales o cerca de los astrónomos que obser­vaban los enigmas del universo con grandes telescopios; des­cendiendo, invisible, a las lóbregas mazmorras romanas en las que había sido encerrado -con peligro de su vida- ése sabio, grande y modesto, que se llamó Galileo.

Pude presenciar, sí, la muerte horrible de Servet a mano de los evangélicos protestantes. Aquel precursor de la libertad de conciencia, con una corona de paja salpicada de azufre en la ca­beza, y cuerpo fijo con cadenas a una estaca, tardó horas en ex­pirar a causa de la leña todavía verde. Yo entonces, vibrante, elevé un grito de sorpresa.

Son tantos los recuerdos, los nombres, los momentos. Acompañé a Darwin a bordo del Beagle en su expedición descubridora. Y me encontraba presente el día en que el capitán del barco, descompuesto e iracundo, por las pruebas y razones del joven investigador, a punto estuvo de lanzarle su Biblia a la cabeza. Indignado pensé: ¡Qué tendrá que ver el origen de las especies con los cantos morales o sagrados! Recuerdo también el modo en que la Inquisición, seguía, en acecho, las profundas intenciones de Cervantes, buscando envolver su vida en sus tentáculos sangrantes, siempre amenazadores. Y cómo olvidar a aquellos cientos de españoles, miles de españoles, que sucum­bieron cruelmente en la asfixia espantosa de la pira llameante, mientras Torquemada, puntual y soberbia voz de mando, daba sus nombres, uno a uno. Latía, entonces, agitado y dolorido, mi pobre corazón rebelde.

Ah, triste y glorioso destino -repetía siempre- el del hom­bre que piensa y siente libremente. El progreso le debe sus con­quistas, la posteridad un nombre. Pero ellos se quedaron sin la vida. La luz de la verdad les arrojó al suplicio de la muerte infa­me. Mas, al menos, nos consuela que, por el espíritu viven eter­namente, cerca de nosotros.

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