lunes, 24 de octubre de 2011

POEMA XXII: "SE PROGRESA POR UN SOLO CAMINO"

Se progresa por un sólo camino, abandonando esbozos y tentativas. La virtud o la conquista siempre surgió de la renun­cia. Y es difícil la armonía de las necesidades con los deseos; el que elige se limita, pero sólo el que inicia la partida llega a la meta. Para alcanzar la cumbre es preciso vadear ríos y rastrear las hondonadas. Un camino dá la experiencia de todos los cami­nos. Un hombre es un mensaje, una ruta de valores infinitos, lo que pierde en variedad, en profundidad se gana. Se labra un campo y se recoge una cosecha y no es preciso hollar los surcos que abrió el agricultor vecino.
Negada la codicia de la dicha y el sudor ajeno, lejos de la tentación de la cesta colmada de frutos que arrancaron otras manos, abrimos un camino y lo recorremos, buscando el mila­gro merecido. Que no somos muchachos que con brillantes es­pejismos se confundan. La casa, la familia y también el alma, re­quieren su sustento y el tiempo amplio o justo, que no vuelve.

Si éste es el camino, por él firmes avanzamos, al encuentro del destino, y no otras aventuras gratas. Por él, la vida, el deseo y el goce esperamos; en él la muerte, las penas y el dolor, teme­mos. Se sabe que el mundo tiene sus placeres y que el alma ape­tece los goces sin quebranto. Mas hace tiempo que el combate puso fuera de juego a la quimera y nos vimos libres de los de­seos lejanos. Cavar, ahondar, hacer profundo el rincón que nuestro corazón por fin ha elegido. No importa que la azada las manos hiera en sus esfuezos. Aquí la planta, la mujer compañe­ra, los hijos para el dolor y el goce. Aquí los libros, la conversa­ción del buen amigo y los fecundos comentarios del hombre que consagró al estudio la existencia.

No nos importa a dónde lleven otras rutas, el secreto que impulsa a los demás en sus pasos. Y la elegimos, ya nos confor­mamos y está fuera de lugar cualquier lamento.

Que la tierra reciba la frescura del rocío mañanero, los ár­boles su poda en el tiempo cierto, sin que falte el calor del cora­zón, vehemente aún en el cansancio. Y la muerte llegue cuando quiera.

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